Hace mucho no escribo. Pasaron varios meses desde que llegué y ya dejé de sentir esta ciudad como un lugar nuevo. Cuando llego a mi casa y la siento… mi casa. Me aprendí las calles, muchos recorridos en la ciudad y a qué hora hay más tráfico porque todos salieron de trabajar. O que a las 6:00 pm es la hora pico en casi todos los restaurantes porque acá se acostumbra a cenar a esa hora. Voy aprendiendo cómo es vivir algunos días con nieve y con temperaturas bajo cero la mayor parte del día. Pero a otras cosas todavía no me acostumbré. Por ejemplo a estar lejos de familia y amigos, a las videollamadas (todavía las siento solamente como una opción que ayuda pero no soluciona del todo) o a estar callado mucho más que cuando estaba en Argentina. Es que todavía el idioma me cuesta. No lo siento mío y a pesar de que mejoré, para una conversación profunda o compartir ciertas charlas, con mi inglés no me alcanza.
Hace unos días, mientras trabajaba en el restaurante donde comencé hace poco más de un mes, se me vino a la cabeza mi abuela, mi oma. Ella llegó a Argentina con su familia desde Europa. Siempre pensamos que era alemana, pero luego de su muerte, con mi hermana investigamos y descubrimos que en verdad su pasaporte decía otra cosa. Nació el 21 de octubre de 1913 en Poznań, Großpolen, Prusia (hoy en día territorio polaco). Entró al país con su familia el 7 de septiembre de 1930, después de unas horas un tanto convulsionadas para el país que los recibía: por primera vez en la historia, un gobierno democrático era derrocado por militares. Estuvieron dos días sin poder bajar del barco. Lo que se los impedía era la tensión social que se vivía en las calles, a causa de la inminente revolución que abriría las puertas a la llamada “Década infame”. Pero más allá de la situación política del lugar donde llegaron, para ella y su familia empezaba una nueva vida.
Recuerdo que ella me contaba cuando trabajaba en una casa de familia como cocinera, de algunas vacaciones en Mar del Plata y no mucho más. Me gustaría preguntarle tantas cosas. ¿Cómo vivió esos primeros años? ¿Qué fue lo que más extrañaba de su tierra natal? ¿Cuánto tiempo le llevó sentirse cómoda con el idioma y salir a la calle como una argentina más?
Me quedo con las ganas de saberlo. Creo que si bien nuestras realidades son muy diferentes, hoy seguramente puedo sentir algo similar a lo que vos sentiste. Creo que hoy, Oma, puedo sentirme un poco más cerca tuyo aunque ya no estés hace muchos años.
“Después lo hago” es una frase que podemos llegar a padecer en el futuro. Hoy la padezco y no es la primera vez que me pasa.
Me considero una persona curiosa. Por entender como funcionan las cosas, por ver si puede hacer o aprender algo nuevo que me llama la atención, por querer conocer lugar nuevos o hasta por comer algo que no se qué sabor tiene. Y muchas veces estas cosas que me causan curiosidad me quedan dando vuelta en la cabeza, a tal nivel que no me queda otra que investigarlas o hacer todo lo posible por olvidarlas. A veces no hay tiempo para conocer todo.
Recuerdo una curiosidad fuerte cuando tenía 12 años. En la casa de unos amigos de mis papás vi que estaban preparando una pizza con una harina nueva que ya venía pre mezclada y lista para sumarle un poco de agua y amasar. Yo era chico y en mi casa no eran especialmente amantes de la cocina; no tenía un referente que me inspire especialmente. Sin embargo me fui de esa casa con ganas de comprarla y hacerla. Salió mas o menos la primera vez. Mejoró la segunda y le fui tomando la mano de ahí en más. Pero ese fue el puntapié inicial de un gusto que seguí investigando para luego, más de grande, darle más espacio y formarme en una escuela de cocina. Hoy en día es una de mis válvulas de escape. Cocinando puedo pasarme largo rato, lo disfruto y busco seguir aprendiendo. No es mi profesión ni estudié pensando en que lo sea. Lo hice simplemente por el placer de aprender y saber más.
También me paso algo parecido con un idioma. Por supuesto no fue el inglés. Cuando era adolescente, tuve una época de fanatismo por todo lo japonés. Más allá del anime o los videojuegos, que compartía con mis amigos del colegio, me gustaba mucho la cultura japonesa. Me llamaba la atención y por sobretodo me intrigaba su estilo de vida. Un día investigando por internet descubrí que había varias asociaciones o escuelas que enseñaban diferentes aspectos de esta cultura asiática, entre ellos el idioma. Vi que había una escuela cerca de donde vivía y sin dar mucha vuelta me anoté. Lo mantuve más que un par de clases. Esa aventura duró casi un año y medio.
Esta curiosidad también me llevó a aprender programación y diseño web, hacer un curso de reparación y armado de PC, tomar clases para hacer artesanías en cuero, aprender a a tirar con arco y flecha (luego me compre un arco y me fabriqué mi propio equipo en cuero); hice un curso de mecánica de bicicletas, un curso de producción de videoclips y algunas otras cosas. Pero sin duda lo más raro me sucedió en una Feria del Libro. Había ido específicamente a comprarme un e-reader (un lector de libros electrónicos) por que lo vendían con descuento. Buscando el stand correspondiente pasé por uno que estaba vacío y tenía unas vitrinas con libros expuestos. En una feria de libros no sería extraño ver algo así. Pero en este caso eran libros distintos. Eran libros encuadernados artesanalmente. Eran únicos y todos diferentes. Entré, me quedé mirándolos y charlando con a quien atendía el stand. De ahí me fui con varios mails de contacto. Llegué a casa (con el nuevo dispositivo electrónico comprado) y envié varios mails consultado si daban clases básicas de encuadernación. Y así di con Florencia Goldztein, una encuadernadora que en su taller me enseñó a pensar los libros no solo como objetos de lectura sino también como estructuras; aprendí el proceso desde el inicio, llevé proyectos propios, me frustré muchas veces y me sorprendí de los resultados otra tantas. Las clases no me resultaban suficiente y empecé, muy de a poco, a comprarme mis propias herramientas y algunos insumos. Y así, sin darme cuenta estaba naciendo El Diletante. Esto que hoy es un proyecto más amplio, empezó siendo solamente un taller… de muchas cosas. Si bien lo pensé como mi espacio para encuadernar, luego le fui sumando otros interesés. Hice lámparas y veladores, figuras de arte, un banquito y algunas cosas más. Muchas se quedaron en proyectos y todavía están en eso.
Durante esta semana estuve buscando fotos de varias de estas cosas que hice. Siempre dije: “Algún día voy a sacarle fotos a todo por si me armo una página para mostrarlo”. Por desgracia nunca lo hice y este impulso resolutivo, que me llevó a hacer la página web y el blog, me llegó lejos del taller y de todo lo que salió de ahí. En algún momento podré sumarle esas fotos. Hoy solo tengo algunas y son las que me permiten mostrarles otra de mis válvulas de escape, además de cocinar.
PD: Escribiendo esto me surgieron varias ideas que comparto a modo de recordatorio para mi y para a quien que le sirva:
No dar vuelta y hacer lo que muchas veces dejamos para después. Hacerlo seguramente nos lleve menos tiempo del que pensamos. Además podemos dejar algo resuelto que no sabemos si después podremos realizarlo finalmente. Además despejamos la cabeza de ese pendiente y le damos lugar para otra cosa.
Tener controlsobre las fotos y guardarlas nos permitirá que el pasado siga pudiendo verse. Cada vez menos gente imprime las fotos. No está mal ni bien. Es solo algo que ya no se hace. La gran mayoría saca fotos con su teléfono, sin saber exactamente con qué calidad lo están haciendo (resolución, tamaño, formato de archivo, etc). Las dejan ahí y ojalá que no se estropee la memoria o pierdan/les roben el teléfono. Otra opción es que si es una foto grupal, solo se saca una y luego se comparte, seguramente por Whatsapp. Al hacer esto tendrán una foto de bajísima calidad que si luego quieren imprimir seguro salga pixelada (ya que la app la comprime y le degrada la resolución para que tarde menos en aviarse) .
Resumiendo… SI NO ADMINISTRAMOS NUESTRAS FOTOS NI HACEMOS COPIAS DE RESGUARDO (en discos externos y/o en la nube) posiblemente en unos cuantos años no tengamos nada para ver o mostrarles a nuestros hijos o nietos. Y si lo hacemos, seamos ORDENADOS. Antes se sacaban 24 o 36 fotos por rollo. Hoy la cantidad no la limita más que el espacio libre en la memoria del dispositivo. Encontrar una foto entre miles y miles puede llevar a ser una tarea de varias horas.
Si bien estoy lejos de mi taller, lo más importante de él está en mi cabeza y mis manos. La creatividad y las ganas de hacer algo no se quedaron en Buenos Aires. Puedo encontrar mil excusas pero siempre van a ser más las alternativas y posibilidades.
El otro día leía que Albert Einstein alguna vez se preguntó «¿Por qué las mejores ideas me surgen en la ducha?». Esto me quedó dando vueltas en la cabeza y seguro que a todos nos pasó algo parecido alguna vez.
Durante algunos años mi momento de pensar lo tenía caminando. Solía irme a un barrio cerca de mi casa donde no había mucho tránsito de autos, las casas eran bajas y el sol se podía asomar tranquilo sin edificios que lo tapen. Me servía mucho salir por esas calles principalmente para pensar… y nada más. No buscaba iluminarme, sino simplemente dejar salir las ideas.
Desde hace 4 o 5 años cambié la caminata por las salidas en bicicleta. Creo que en gran medida fue al casual. Luego de una operación de mi rodilla (ligamentos cruzados… laaaarga recuperación) el primer ejercicio que me recomendó el médico antes de volver a correr o jugar al fútbol fue salir a andar en bici. Y yo mientras me lo decía pensaba: “Si, pero yo no se andar… y menos lo haría por la ciudad”. Pero esta vez, y la primera en mi vida, si tuve ganas de aprender. Y como con todo lo nuevo, me entusiasmé arreglé una bici medio vieja y me mandé primero por las veredas, después por las bicisendas y en algún momento le perdí el miedo a la calle también. El gusto por lo nuevo no se pasó y poco a poco fui descubriendo un nuevo placer. Cambie la bici vieja por una nueva. Empecé a salir más seguido y luego me tomé el habito de hacerlo por las mañanas, bien temprano antes de salir a trabajar. Y así sin buscarlo esa rutina se convirtió en mi nueva “válvula de escape”. Mi días empezaban distinto. Muchas veces solo pensaba en que debía hacer ese día. Otras se me ocurrían nuevas ideas para algún proyecto. Otras charlaba con mi yo interior o hasta con alguien a quien debía decirle algo y no lo había hecho antes. Empezó a ser en una necesidad y ver los amaneceres se convirtió en una nueva motivación.
Los que me conocen sabrán que disfruto mucho de estar afuera. Más específicamente afuera de la ciudad y como lugar predilecto la montaña. Allí encuentro cosas que en una ciudad como Bueno Aires no hay. Con esto no estoy descubriendo la pólvora, ya lo sé. Pero se exactamente que es lo que encuentro allá, qué me significa estar ahí y cuanto bien me hace. A veces hacer tantos kilómetros no me es posible: dinero, tiempo, compromisos, etc. Pero entonces me busco alternativas. Caminar por la playa, irme al Tigre, caminar por algún parque cerca de mi casa o salir a caminar por alguna parte de la ciudad que no conozco. No hace falta irse a miles de kilómetros de distancia. No importa dónde sea, pero tengo en claro cuáles son estos lugares donde me conecto conmigo, donde descanso la cabeza y me permito pensar libremente. Busco poder ir a ellos y a veces, resigno otras cosas para hacerlo.
Y vos ¿Sabés cuales son tus lugares para pensar? ¿Buscás ir a ellos? ¿Hace cuánto que no vas? Yo, por ejemplo, salí ayer a andar con mi bici y se me ocurrió escribir sobre esto en el blog.
Hace dos años viví una de esas experiencias que recordaré toda la vida. No fue un viaje más, no fueron vacaciones. Me fui de itinerancia.
Hago una breve introducción para que se entienda como llegue a estar un 1º de mayo en Abra Pampa (Salta, Argentina), sobre la Ruta 4o haciendo dedo, junto a un fraile franciscano, un joven laico católico de Puerto Esperanza y 4 monjas clarisas.
Una de mis mejores amigas de toda la vida hace ya varios años emprendió un camino como religiosa franciscana. Una mañana, de visita en Buenos Aires, fuimos a tomar mates al rio y me contó de su próxima itinerancia. Yo ya sabía por ella de qué se trataba: ir de camino, como lo hacía San Francisco de Asís, buscando dejarse llevar por la providencia de Dios, sin dinero, haciendo dedo y pidiendo a quien encuentres por el camino algo de comer y un lugar para dormir. En este tipo de viaje el encuentro con el otro es el momento de poder compartir y conversar sobre lo que se está haciendo, y si se da la oportunidad, compartir la Fe. Por eso se suele llamar también misión itinerante.
“Uh que lindo sería poder acompañarlos”
“Y… ¡Venite!”
Y ordenando un poco mis cosas en Buenos Aires, pude irme hacia Abra Pampa (Jujuy) para encontrarme con todos allá y empezar la itinerancia. La idea era llegar a Usuhaia y teníamos 1 mes para hacerlo y volver a Buenos Aires.
Durante todos esos días viví muchísimas cosas. Aprendí y crecí con cada encuentro que tuvimos con personas tan distintas. Desde familias que nos ofrecían lo único que tenían hasta otro que lo tenía todo (materialmente), pero una casa enorme frente al lago Nahuel Huapi en Villa la Angostura no evitaba que sufriera un vacío interior que venía experimentando hace varios meses.
El día que llegué a Buenos Aires y entré a mi casa lo primero que hice fue sentarme a escribir. No quería que los sentimientos se vayan transformando en meros recuerdos. De ese rato escribiendo salió este testimonio que escribí y compartí con mis compañeros de itineracia:
La itinerancia es una experiencia de Dios. En las personas. En los paisajes. En las esperas. En los encuentros. En la fraternidad. Todo fue muy diverso e inesperado. Todo fue gratuito y a la vez sobreabundante.
Personalmente vivencié un Dios muy palpable y que todo lo transforma. Los momentos de espera en momentos muy fecundos, de diversión, de reflexión, de contemplación. Las distancias se acortaban en cada charla, con cada nueva imagen que la naturaleza regalaba. Se transformaban los desconocidos en confidentes. Se transformaron las historias de vida en testimonio de Fe. Cada vez que subíamos a un auto, a un camión; en cada encuentro con personas caminando o entrando a un lugar, presentarnos y compartir porqué estábamos ahí era una forma de confirmar la presencia de una Iglesia que quiere encontrarse en donde puede haber un encuentro. Cada vez que nos dijeron de no ir por tal camino, por tal ruta, porque no pasarían autos, porque no habría gente, la Providencia se encargó de regalarnos los más lindos encuentros. Muchas charlas resultaron breves, pero no por eso poco profundas. Cuando alguien abre el corazón y comparte desde lo más verdadero y desde lo más hondo, no se pueden contar las palabras y el tiempo se desvanece. Siento que cuando esto sucedió es porque nos sentíamos hermanos; sentíamos que Dios nos regalaba algo y era la presencia palpable del otro.
El modo de vivir el Evangelio, con sencillez y desde la pobreza, con el que Francisco envía a sus hermanos es lo que permite experimentar esta Providencia de Dios tan sobreabundante. Nunca antes había sentido verdaderamente no tener nada y depender de la caridad de los demás. Nunca me sentí tan a gusto de saberme necesitado de Dios y del encuentro con un hermano.
Cuando hace unas semanas recibí por mail la confirmación de mi VISA para ingresar a Estados Unidos y poder, finalmente, reunirme con mi esposa empezó un “proceso” novedoso: irse de Buenos Aires. Exactamente hablo de mudarme, no de irme de vacaciones. De todos modos, estimo que ya había comenzado hace mucho más. Ese mail activó algo que hasta ese momento no sentía. Realmente me iría de lo cotidiano, de la rutina, de mi trabajo, mi familia y amigos. Empezaba a irme de esa vida. Todavía hoy me es difícil poner una sola palabra para describir mis sensaciones. Porque había algo de alegría, algo de miedo, algo de ansiedad, algo de incertidumbre y hasta algo de hartazgo. Trámites, reuniones, visitas al médico, juntadas con amigos y familiares, dejar ordenadas cosas del trabajo, desarmar la casa, más trámites. Recuerdo que durante esos días sentía que no me daría el tiempo para todo antes de irme.
Y un día me fui y el tiempo me dio para todo. Mi familia me acompañó a Ezeiza. Lloramos, nos despedimos y me subí al avión sin darme cuenta del todo que estaba dando un gran paso en mi vida. Estaba saliendo de mi barrio, de mi ciudad, de mi entorno seguro. Estaba saliendo de mi zona de confort. Una que me había construido muy bien, con buenos cimientos.
Aterricé en Houston y burocracias de por medio (más algunas largas escalas y perder mi combie desde el aeropuerto de Phoenix) finalmente llegué a Flagstaff. Emi estaba esperándome y ahí en ese momento, cuando nos encontramos de vuelta, terminó el proceso que había empezado un mes y medio antes. Y si bien ya estaba en suelo estadounidense hace varias horas, recién ahí, sentí estar en un lugar nuevo. Lo que vino después ya es parte del nuevo proceso: la llegada. Y en cierto sentido fue parecido al irse. No es algo que se puede medir en un fracción de tiempo pequeña. Ni siquiera le toma el mismo tiempo a personas diferentes. En mi caso llevó varios días e implicó acostumbrarme al idioma, a las nuevas leyes de tránsito, a la cultura; hacer trámites (otra vez), recuperar con Emi un poco del tiempo perdido durante estos meses, mudarnos a nuestra nueva casa, ponerla linda y sentirla propia. Seguramente hubo mucho más en mi interior pero no me detuve a pensarlo o escribirlo (ni busqué hacerlo).
Hoy, habiendo pasado casi un mes desde que llegué, puedo decir que la llegada ya terminó. Ya vendrán nuevos procesos. Ahora toca disfrutar este nuevo tiempo, este nuevo lugar.
Para explicar el por qué del nombre del blog (y de la web) utilizaré un fragmento del libro Fluir:
Hoy en día, las etiquetas de amateur y diletante son ligeramente despreciativas. Un amateur o un diletante es alguien no lo bastante diestro, una persona que no debe ser tomada muy seriamente, alguien cuyo rendimiento no alcanza las normas profesionales. Pero originalmente “amateur” proviene del verbo latino amare, amar, y se refiere a una persona que ama lo que hace. De forma parecida, “diletante”, del latín delectare, significa “encontrar delicia en“, era alguien que disfrutaba realizando una actividad determinada. Los significados más antiguos de estas palabras, por lo tanto, atendían a las experiencias en lugar de a las realizaciones; describían las gratificaciones subjetivas que recibían los individuos al hacer las cosas, en vez de puntuar lo bien o mal que las realizaban. Nada ilustra tan claramente el cambio en nuestras actitudes hacia el valor de la experiencia como el destino de estas dos palabras. Hubo un tiempo en el que era admirable ser un poeta amateur o un científico diletante, porque significó que la calidad de vida podría ser mejorada al ocuparse en tales actividades. Pero el énfasis se ha volcado cada vez más en valorar los comportamientos en vez de los estados subjetivos; lo que se admira es el éxito, el logro, la calidad del rendimiento en vez de la calidad de la experiencia. Así ha llegado a avergonzar ser llamado un diletante, incluso aunque para ser un diletante haya que lograr lo que más cuenta: el disfrute que nos proporcionan las propias acciones. (p.213)