Hace dos años viví una de esas experiencias que recordaré toda la vida. No fue un viaje más, no fueron vacaciones. Me fui de itinerancia.
Hago una breve introducción para que se entienda como llegue a estar un 1º de mayo en Abra Pampa (Salta, Argentina), sobre la Ruta 4o haciendo dedo, junto a un fraile franciscano, un joven laico católico de Puerto Esperanza y 4 monjas clarisas.
Una de mis mejores amigas de toda la vida hace ya varios años emprendió un camino como religiosa franciscana. Una mañana, de visita en Buenos Aires, fuimos a tomar mates al rio y me contó de su próxima itinerancia. Yo ya sabía por ella de qué se trataba: ir de camino, como lo hacía San Francisco de Asís, buscando dejarse llevar por la providencia de Dios, sin dinero, haciendo dedo y pidiendo a quien encuentres por el camino algo de comer y un lugar para dormir. En este tipo de viaje el encuentro con el otro es el momento de poder compartir y conversar sobre lo que se está haciendo, y si se da la oportunidad, compartir la Fe. Por eso se suele llamar también misión itinerante.
“Uh que lindo sería poder acompañarlos”
“Y… ¡Venite!”
Y ordenando un poco mis cosas en Buenos Aires, pude irme hacia Abra Pampa (Jujuy) para encontrarme con todos allá y empezar la itinerancia. La idea era llegar a Usuhaia y teníamos 1 mes para hacerlo y volver a Buenos Aires.
Durante todos esos días viví muchísimas cosas. Aprendí y crecí con cada encuentro que tuvimos con personas tan distintas. Desde familias que nos ofrecían lo único que tenían hasta otro que lo tenía todo (materialmente), pero una casa enorme frente al lago Nahuel Huapi en Villa la Angostura no evitaba que sufriera un vacío interior que venía experimentando hace varios meses.
El día que llegué a Buenos Aires y entré a mi casa lo primero que hice fue sentarme a escribir. No quería que los sentimientos se vayan transformando en meros recuerdos. De ese rato escribiendo salió este testimonio que escribí y compartí con mis compañeros de itineracia:
La itinerancia es una experiencia de Dios. En las personas. En los paisajes. En las esperas. En los encuentros. En la fraternidad. Todo fue muy diverso e inesperado. Todo fue gratuito y a la vez sobreabundante.
Personalmente vivencié un Dios muy palpable y que todo lo transforma. Los momentos de espera en momentos muy fecundos, de diversión, de reflexión, de contemplación. Las distancias se acortaban en cada charla, con cada nueva imagen que la naturaleza regalaba. Se transformaban los desconocidos en confidentes. Se transformaron las historias de vida en testimonio de Fe. Cada vez que subíamos a un auto, a un camión; en cada encuentro con personas caminando o entrando a un lugar, presentarnos y compartir porqué estábamos ahí era una forma de confirmar la presencia de una Iglesia que quiere encontrarse en donde puede haber un encuentro. Cada vez que nos dijeron de no ir por tal camino, por tal ruta, porque no pasarían autos, porque no habría gente, la Providencia se encargó de regalarnos los más lindos encuentros. Muchas charlas resultaron breves, pero no por eso poco profundas. Cuando alguien abre el corazón y comparte desde lo más verdadero y desde lo más hondo, no se pueden contar las palabras y el tiempo se desvanece. Siento que cuando esto sucedió es porque nos sentíamos hermanos; sentíamos que Dios nos regalaba algo y era la presencia palpable del otro.
El modo de vivir el Evangelio, con sencillez y desde la pobreza, con el que Francisco envía a sus hermanos es lo que permite experimentar esta Providencia de Dios tan sobreabundante. Nunca antes había sentido verdaderamente no tener nada y depender de la caridad de los demás. Nunca me sentí tan a gusto de saberme necesitado de Dios y del encuentro con un hermano.